La pandemia a la que el mundo se enfrenta ha provocado un cambio en muchas de nuestras visiones y cambiado el orden de nuestras prioridades. En un mundo en el que el crecimiento económico se había erigido durante muchas décadas como el valor supremo al que aspirar, el virus ha venido a reivindicar la importancia de la salud y la vida por encima de los preceptos económicos. Esta toma de conciencia coherente y lógica ha venido, sin embargo, acompañada en muchos casos con cierto grado de psicosis y paranoia vinculada precisamente a esa posibilidad de enfermar.
Las autoridades, bien con la intención legítima de frenar el avance del virus o bien aprovechando de manera oportunista esa situación de incertidumbre e inquietud (o quizás mezclando ambas), han comenzado a implantar medidas restrictivas de la libertad de diversa índole con el objetivo de, por un lado, detener el avance de la enfermedad, y por otro, evitar que surjan rebrotes. A estas medidas restrictivas de la libertad se han añadido, además, determinados mecanismos de vigilancia y control ciudadano que se han ido aplicando, según el corte y el talante de las autoridades que los impulsan, con mayor o menor grado de intrusismo.
En algunos países asiáticos, caracterizados por una mentalidad más tendente al colectivismo, este tipo de medidas se han acatado sin la controversia y el recelo que han llegado a generar en ciertos países occidentales —aunque, en la mayoría de los casos, ese recelo y esa controversia no haya impedido, a fin de cuentas, su aplicación—. En países como China o Singapur, las medidas de vigilancia y control ciudadano han adquirido durante este periodo una magnitud sin precedentes. En países como estos últimos, la problemática adquiere una dimensión adicional, ya que sus gobiernos, con un dilatado historial de comportamientos autoritarios y faltas de respeto a los derechos individuales y las libertades públicas, no ofrecen las garantías democráticas y de transparencia suficientes para garantizar el uso legítimo de los datos personales recopilados bajo el amparo de estas medidas.
Más extraña resulta la imposición de sistemas de seguimiento y supervisión a la ciudadanía que no cumplen las garantías de transparencia y respeto en utilización de la información personal recogida en regiones de una amplia tradición en la defensa de la individualidad, la privacidad y las libertades colectivas. Es el caso de países como Francia, Reino Unido o la propia España, por ejemplo, donde se han impuesto mecanismos de seguimiento ciudadano que no establece límites claros en su aplicación (ni en relación a criterios temporales, ni a criterios territoriales o circunstanciales), no respetan el anonimato del origen de los datos y, en algunos casos, incluso, se imponen directamente sin siquiera contar con el consentimiento de aquel a quien se le extrae la información.
El acceso a este tipo de datos se ha logrado por diversas vías. Por un lado, se ha echado mano de las grandes operadoras de telecomunicaciones, que han aportado a gobiernos, organismos públicos y entidades gubernamentales datos relativos a la localización y los movimientos de decenas de miles de usuarios (por supuesto, sin el permiso explícito de estos). Determinadas aplicaciones de mensajería instantánea, redes sociales y otras plataformas digitales también han destapado durante este periodo sus incongruencias y su falta de honestidad —o al menos de claridad— con respecto a las políticas de protección de datos, y han demostrado una falta de compromiso inequívoco en relación a la utilización y comercialización de la información personal y los contenidos privados acumulados por sus plataformas. Esto, sin embargo, no debería llegar por sorpresa. El negocio de muchas de estas empresas es precisamente la información, y que comercialicen con ella no es más que una etapa más en su modelo de negocio.
Todo esto ha provocado que, según un estudio recientemente publicado por una empresa de seguridad, el 84% de los estadounidenses desconfían del trato que el gobierno pueda dar a sus datos.
Es por ello por lo que es necesaria una reacción. Además de la autoprotección mediante el uso de herramientas como redes privadas virtuales, se debe exigir el respeto de nuestra información y la seguridad de nuestros datos, sea cual sea el contexto en el que nos encontremos. La lucha contra una pandemia, contra el terrorismo, o contra cualquier amenaza a la salud pública o la seguridad no debería dilapidar libertades y derechos tan fundamentales como el derecho a la intimidad, a la privacidad de las comunicaciones y a la protección de datos. Las medidas limitantes de estos derechos deberían aplicarse siempre con lupa, únicamente en momentos de extrema necesidad real, y atendiendo a criterios de proporcionalidad y garantías reforzadas. El riesgo que comportan este tipo de actividades de vigilancia y control por parte de las autoridades, si no se toman las precauciones oportunas al respecto, podrían hacer tambalearse al edificio democrático en el que vivimos y las libertades individuales y públicas que lo sostienen.